miércoles, 31 de octubre de 2018

El tren

Las diez de la noche. Un tren lleno. Una mujer cansada que solo quiere llegar a su casa. Lleva casi 48 horas sin dormir y todavía le queda una más para llegar a la estación. No pasará nada si cierro los ojos unos minutos...

Una inquietud la despertó. No fue un sonido, sino simplemente la nada, un penetrante silencio: ni el motor del tren, ni el chirrido que este producía en su paso por las vías, ni las conversaciones de los pasajeros. Abrió los ojos y se encontró con la completa oscuridad. El tren se había detenido en pleno trayecto: a la derecha podía ver un par de vías, a la izquierda el campo iluminado por la luz de la luna.
La ansiedad la inundó. Respira, respira. Se habrá detenido un momento. Miró la hora: las tres. ¿Cinco horas? Habían pasado cinco horas? ¿Por qué nadie me ha avisado?
De repente, una voz ahogada la sobresaltó. Al principio no podía distinguir palabra alguna, pero al escucharlo por quinta vez supo descifrarlo:
Ayuuuuuuda
Venía del final. La mujer se levantó y se dirigió hacia la agonizante voz. Sus ojos se empezaban a adaptar a la falta de luz: ya podia distinguir los diferentes asientos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… llegó al fondo del vagón. Al principio no encontró a la dueña de la voz, pero un gorgoteo le indicó que se encontraba debajo de los asientos. Se agachó y una mano huesuda le agarró la muñeca con tanta fuerza que pensaba que se la iba a romper.
¿Señora? Calmese, estoy aquí, déjeme ayudarla a levantarse.
Noooo dijo, sollozando―, se han ido, pero van a volver, escóndete niña, corre mientras puedas o acabarás como los demás…
―¿Qué... qué ha pasado?
Ya vienen, los puedo sentir...
Le agarró el otro brazo y tiró de ella con mas fuerza que la que debería tener una persona de tan avanzada edad. Cayó encima de ella, pero la anciana pareció no percatarse.
El sonido de algo arrastrándose le llegó a los oídos. Era un sonido indescriptible, algo que parecido a lo que produciría una garganta ahogándose. Se asomó: dos sombras estaban en la puerta del vagón, intentando entrar. La mujer tuvo el impulso de levantarse para pedirles ayuda pero algo, un instinto de supervivencia, activó señales de alerta en su mente. Tenía miedo, notaba como el pánico intentaba escarbar en sus sentidos, sentía como se paralizaba y horribles escalofríos le recorrían la nuca y la espalda. Decidió confiar en su instinto y quedarse quieta. Intentó moverse para no aplastar a la anciana pero esta se lo impidió agarrándola mas fuerte. Notó algo húmedo en la espalda y en las manos. La anciana estaba temblando debajo suyo.
Unos segundos más tarde, las dos figuras entraron en el vagón. La mujer tuvo que contener un grito cuando la luz de la luna los iluminó: la figura que iba delante parecía encontrarse en plena metamorfosis. En algún punto fue una niña de unos doce años pero ahora su piel se estaba volviendo translúcida, los músculos se le estaban deshaciendo y su espalda se estaba encorvando alarmantemente. Todavía tenia rastros de ropa y de pelo, pero su cara se estaba desfigurando: no tenia ni labios ni párpados, sus globos oculares eran opacos y reflejaban una increíble sed de sangre. La criatura que la seguía predecía el destino de la chiquilla: un ser esquelético cubierto de una fina piel que colgaba en algunos puntos, unas enormes cuencas vacías, unos colmillos amarillentos que se confundían con el resto del cráneo, unas largas uñas y unas orejas puntiagudas. La anciana agarró con más fuerza a la mujer.
Shhhh. Wendigos, son wendigos... no nos pueden ver, pero perciben las vibraciones y los sonidos, así que calla muchacha.
La mujer le clavó las uñas en la mejilla. Le estaba haciendo daño. Los dos wendigos pasaron por delante. Un metro, dos metros, tres...
Respiró con alivio. Estaban entrando al siguiente vagón. La anciana apretó con mas fuerza. La mujer intentó liberarse, pero era casi imposible. Le estaba clavando las uñas en la mejilla y su otro brazo le oprimía el pecho. Intentó empujar el brazo y con ello un trozo de carne salió volando. El pánico inundó sus pulmones.
Estate quieta niña, solo será un momento. Tengo hambre...
Luchó, se movió. Consiguió ensanchar el agarre unos centímetros. Levantó la cabeza y vio que lo que antes había sido una mano anciana, ahora se había convertido en un mar de garras conectadas a algo esquelético. En su oído empezó a escuchar el mismo sonido que las dos criaturas habían emitido hacía apenas unos minutos. Consiguió liberar el brazo derecho. Se agarró al marco de la ventana y se puso en pie usando toda su fuerza. Lo que antes había sido una anciana agonizando se le agarraba ahora en la espalda como una garrapata. La mujer se lanzó de espaldas contra la pared, esperando que el golpe la liberara. La wendigo empezó a gritar. Era un grito espeluznante: aterrador, penetrante, horrible. Miles de clavos se le incrustaron en la cabeza. Un grito semejante al de la anciana sonó a la derecha de la mujer, otro más alejado, dos a la izquierda. Los wendigos de antes estaban volviendo.
Notó algo caliente y húmedo en la oreja derecha. Instintivamente se llevó la mano a la oreja y con sorpresa se dio cuenta de que no estaba. ¡Se la había arrancado! ¡Y podía oír como la estaba masticando! Aprovechó la distracción para finalmente liberarse propinando tres golpes secos a la cabeza de la criatura.
Liberada, echó a correr hacia la puerta de salida. La anciana la empezó a seguir. Los dos wendigos se le unieron. Apareció un tercer wendigo. Y otro más. Cogió carrerilla, se impulsó con los asientos y propinó una patada a las puertas, pero estas se resistieron. Venga, venga, vamos... Otra patada. Un ligero movimiento le indicó que estaba funcionando. Los wendigos estaban demasiado cerca. La última patada: las puertas cedieron.
Le esperaba una pequeña pendiente de unos diez metros. Dudó. Uno de los wendigos le agarró el brazo. Se tiró y cayeron los dos. Empezó a rodar incontrolable. El wendigo se desprendió de ella y se precipitó hacia una piedra. Ella tuvo más suerte: aterrizó en el pasto. Se mantuvo unos segundos tumbada, recuperando el aliento.
Se levantó lo más rápido que pudo y echó a correr.
Le picaba mucho la piel, le dolían las manos, se le estaban resecando los labios de una manera muy anormal. Se miró las manos: su piel se estaba cayendo, sus uñas se estaban endureciendo. No, no, no, no...
Un chillido agudo detuvo su paso. Se quedó paralizada. Algo estaba al acecho. Otro chillido acompañado por un aleteo. Miró hacia arriba. Una veintena de enormes criaturas aladas estaban rodeando el tren. Tenían cabezas de cabra, cuerpos humanoides y alas de murciélago. Las criaturas demoníacas sobrevolaban los wendigos. Unos cinco wendigos echaron a correr hacia ella: una de las criaturas aladas se precipitó hacia ellos y los engulló en un solo movimiento.
El cielo temblaba, mejor dicho, chillaba: las nubes estaban tintadas de un rojo escarlata. De repente, un tentáculo oscuro se asomó por una de ellas acompañado por un penetrante rugido.
Se empezó a marear. ¿qué estaba pasando?
El infierno, esto es el infierno.



Cuatro cartas


Don Álvaro de Campos

Sauchiehall St., 931

G31 3AW Glasgow (Escocia)



8 de octubre del 1931

Madame Blavatsky
Würzburg, (?)
80331 Würzburg (Baviera)

Mi querida Helena;

Hace poco me he mudado a la zona oeste de Glasgow. Lamentablemente, he de dar por perdido mi Oriente y me siento vaciado, cansado. Me comentó nuestro querido Aleister que seguías en Würzburg lejos del barbudo Coronel y muerta hace ya tres décadas. Pocos días le puedo dedicar a la lectura, pero si te permites salir de tus cámaras secretas intenta encontrar el poemario que mi amigo Fernando ha publicado. Me preocupa algo.  

No creo que te suponga molestia alguna relatarte mis inquietudes, pues sabemos que Fernando se ha movido entre las sombras del tiempo y dentro del esplendor del Mensaje me agoniza las premoniciones que ha sufrido.

Camufla entre el orden de sus versos una preocupante llegada, como aquella de la que hablaba António, pero esta es peligrosa. Tres veces hay que cantar, dice, al monstruo del fin del mar. Tres veces hay que cantar, al monstruo del fin del mar. Tres veces, Rey Don Juan, hay que cantar al monstruo del fin del mar.

Helena, querida, temo que Fernando haya premonizado la llegada de lo que todos temíamos en la Orden hace ya diecisiete años. La llegada del Adamastor.

Ruego que me escribas, estés donde estés. Es importante.



Sator Arepo Tenet Opera Rotas



Don Álvaro




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Don Álvaro de Campos

Sauchiehall St., 931

G31 3AW Glasgow (Escocia)


16 de octubre del 1931

Madame Blavatsky
(?) , (?)
(?) Baviera (Alemania)

Mi querida Helena;

Gracias por contestar con rapidez. Tenía una sospecha escondida de que estuvieses muerta. Veo que estás al tanto del Mensaje que nos ha dejado Fernando. A mí también me preocupa su estado actual. En la última carta me comentó sobre el año de su muerte y fumé como en Manchuria. ¿Sabes, Helena, que Aleister ha ido a verle? Ha aprovechado el escándalo del Mensaje para viajar a Cascais y encontrarse con Fernando en la Boca del Infierno. Recuerdo cuando estudié los escritos secretos que Sir Frazer dejó para la Orden que hablaba de la Boca como una de las entradas a Inferno junto al Gauri Shankar y la Fosa de las Aleutianas. Si uno de los doce gigantes despertaba seríamos nosotros, la Orden, quienes debiéramos hundir al monstruo en sus propias profundidades. 

Me siento como vaho respirado, esclavo cardíaco de cada instante que me pisa y unge su huella sobre mi cabeza. Helena, sería mi mayor deseo poder reunirme contigo cerca de Lisboa. Si es posible, que también venga tu cuerpo. Le diré a Thomas que he de viajar a Portugal porque Fernando ha caído enfermo. No creo que me ponga pegas a ello. Últimamente, el río que atraviesa mi aldea está desbordado. Las aguas del Atlántico norte se están enfadando y los heraldos locales solo hablan de un viento tropical residual que ha llegado a nuestras costas. Debemos impedir el despertar de Adamastor.

Sobre lo que comentas, San Pablo, no creo que sea él la causa del despertar. Cuando hablé con Fernando dos años después del Día Triunfal me explicó una teoría de las sirenas que estaba desarrollando un amigo en Praga: en el silencio se encuentra el conjuro. El último sortilegio. 

Ruego que me escribas, estés donde estés. Busca el conjuro, por favor. 



Sator Arepo Tenet Opera Rotas

Don Álvaro


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Don Álvaro de Campos

(?), (?)

(?) Lisboa (Portugal)


22 de octubre del 1931

Madame Blavatsky
(?) , (?)
(?) (?) (?)

Mi querida Helena;

Gracias nuevamente por contestar y concertar nuestro encuentro en Lisboa. Me encuentro de camino. Llegaré, con suerte, esta noche. El tiempo está empeorando y cada vez más rezo a los antiguos dioses para que no sea el Despertar. Me alegro de que me enviaras la copia del conjuro. Fernando ya no contesta a las cartas. Ayer anoche, en las noticias salió la desaparición y posible muerte del ocultista Aleister Crowley. Sé que ha sido un espectáculo, pero quien realmente me preocupa es nuestro querido Fernando.

Hace diecisiete años, Helena, ¿Te acuerdas? Fue el Día Triunfal, el día en el que Fernando Pessoa cayó como un peso muerto sobre la mesita de té de Rose y cuando despertó escribió durante cinco lunas los siete cantos de la lluvia. Cuando los pudimos leer vino hasta Ricardo desde Brasil y para qué, si no entendimos nada de lo que decía. ¿Te acuerdas? Se ilumina la iglesia dentro de la lluvia de este día. Me alegra oír la lluvia porque ella es el templo encendido. Estaba loco. Pero recuerdo que todo encajaba. Ahora lo recuerdo… ¿Te acuerdas? Dime que te acuerdas del monstruo. Dímelo cuando me veas. Es ahí, ahí donde lo vio. Vio al gran monstruo del fin del mar. 



Sator,

Álvaro




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?

(?), (?)

(?) (?) (?)



Madame
(?) , (?)
(?) (?) (?)

Mi querida;

Han sido diecisiete años en cinco días lo que ha tardado la Orden en morir. Me alegra haberte visto una última vez. Tenía razón Aleister, que en paz descanse, sobre tus treinta años muerta. Lo siento. No me di cuenta. Creí que era aquel monstruo a quien debíamos enviar a las profundidades. Hoy tu cuerpo descansa allí. Bajo el mío. Bajo el nuestro. 

El Mensaje que me preocupaba no era más que un pasatiempo. No se trata de nada serio, ¿sabes? No se trataba de nada serio. Creí que era algo importante y que debía avisarte. Pocos quedábamos en la Orden y los Doce seguían dormidos. Creía. Cuando Orfeo hablaba de los Doce se refería a titanes. Cuando Ossian habló de ellos los puso como gigantes. Frazer habló de la lluvia. Tu hablaste de San Pablo. Hablaste de la lluvia.

Lo siento, he dejado de escribir por un buen rato. El barco me ha embrujado con el humo de sus chimeneas. Lo he pensado. Sé qué está pasando. Sé qué hacer. Helena, querida, ¿no lo ves entre sus versos? Es él. Fue el primer sortilegio quien despertó al Adamastor y será el Mensaje aquel que augure



Ruego que me escribas, estés donde estés. Busca el conjuro, por favor. 



Sator Arepo Tenet Opera Rotas

Don Álvaro




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Las cuatro últimas cartas de Don Álvaro a Madame Blavatsky. Fue el inspector Quaresma quien las encontró envueltas con un chal negro, a orillas de la Boca del Infierno. Las reportó junto a cinco velas negras, una carta mágica y un extraño sombrero que no pintaba nada en la escena del crimen.



La comodidad de la tumba

Todos los huesos de la calavera crujieron en un escalofrío al mismo tiempo, como si supieran que faltaban horas para la noche más terrorífica. Moll, que era una calavera relativamente joven, odiaba con cada una de sus vértebras la noche de Halloween, ya que implicaba tener que dejar la comodidad de su ataúd, con su Netflix de ultratumba y sus tests de Buzzdeath, para salir al mundo de los… Sólo con pensar en esas criaturas Moll ya volvía a temblar. Su yo racional entendía perfectamente que ella, en un horrible pasado, también había sido una de esas criaturas, pero su yo paranoico y caótico (que claramente era el que mandaba en sus huesos) no podía evitar temer a esos vivos y felices humanos.
Pero el deber era el deber, y si se negaba a salir de su tumba, actuando como la adolescente dramática que en el fondo era, todos sus privilegios de calavera se acabarían: no más muertellamadas con el guapo de Caronte y, peor aún, no más gusanos rellenos para desayunar. Y eso sí que la calavera no lo podía permitir.
Era la primera vez que Moll pisaría el mundo de los vivos siendo una calavera, pero aún recordaba las horribles noches de Halloween de cuando aún era un joven e inocente zombie. Recordaba el terror mudo que le provocaban las idioteces que cometían los humanos, así como quedarse afónica después de ser perseguida por tantos y tantos perros (y una memorable vez también la persiguió un conejo). Después, llegaron los años de transición, cuando no era ni zombie ni calavera, e incluso sus compañeros de cementerio la miraban con cierto asco. Así que consiguió el permiso para quedarse en la tumba hasta que por fin fuera una bonita y reluciente calavera.
Sin embargo, el momento había llegado, después de tanto tiempo, Moll tendría que volver a pisar el cemento de los humanos y tristemente, no lo haría siendo una calavera preciosa, sino un simple y mundano saco de huesos andante.  Por lo menos, le había tocado el trabajo más fácil de la noche: asustar a jóvenes universitarios. Gracias a Netflix, Moll sabia que estos estarían demasiado ocupados estudiando como locos o bebiendo… como locos para darse cuenta de su presencia, de modo que podría deslizarse tranquilamente por sus vidas sin preocuparse demasiado por lo de asustar y centrarse en no ser asustada.
Finalmente, llegó la hora de salir a la calle de los horriblemente vivos. Con un suspiro, Moll chasqueó sus falanges para abrir el portal que, de hecho, era uno de los pocos privilegios que no le importaría perder. ¿Para qué quería ir al mundo de los vivos si podía quedarse calentita en su ataúd y limitarse de vez en cuando a visitar la biblioteca del Inframundo? Pero el precio para hacer esto era asustar unos cuantos humanos vivos (o al menos intentarlo) y, suspirando otra vez, Moll cruzó el portal.


Si Moll aún tuviera ojos estos le habrían caído de las cuencas de la sorpresa. Con la mandíbula colgando exageradamente, la calavera volvió a comprobar la dirección del papel. Sí. Esa era la casa. Moll se alegró de haber desobedecido ligeramente las normas y haberse arreglado un poco para la ocasión (llevaba su tutú de raso negro favorito y se había decorado los huesos con rotulador permanente), pues esa casa definitivamente lo merecía: estaba rodeada de  rodeada de tumbas y telas de araña que ondeaban con la brisa, Moll no pudo evitar sentirse como en casa. Aunque probablemente todo fuera falso.
—¡ Por fin has llegado! —susurró una voz con emoción detrás de su nuca. Moll giró el cráneo para ver quién hablaba (y de paso, si era un humano, asegurarse un primer susto). Con estupor, se encontró con la calavera más atractiva que había visto: no tenía ni una grieta  y se movía con una sorprendente elegancia para ser todo huesos viejos. Con una reverencia anticuada, dijo:
—Encantado de conocerte. Lates a tu servicio. Hacía mucho tiempo que te esperaba.
Moll musitó un “encantada” sin entender qué hacía esa calavera allí: había insistido en trabajar sola, pues así podía escaquearse sin que nadie la delatara.
—¿Es esta la casa número 13 verdad? Tengo entendido que en su interior hay 8 universitarias esperando ser asustadas —dijo finalmente, intentando sonar profesional.
—Esperando, esperando… no creo —respondió con media sonrisa la calavera, mientras se acercaba a mirar por la ventana, desde dónde se podía ver a las chicas dormidas en el sofá, mientras una peli de terror también intentaba asustarlas sin éxito—. Ummm, si están dormidas no podemos hacer nada ¿no? Vaya me suena que eso decía el reglamento —razonó Moll, que tenía previsto agarrarse a esa excusa con todas sus fuerzas.
Lates rió con fuerza pero, sorprendentemente, la mandíbula no se le desencajó.Moll lo contempló en una mezcla de admiración y desconfianza: era demasiado perfecto.
—Los cuerpos muertos y sus reglamentos. Sois adorables.
—¿Y tu no eres un cuerpo muerto? —preguntó Moll confundida.
—Claro, claro… —musitó la calavera mientras se alejaba por un caminito del jardín—. Ven, anda.
Finalmente, la calavera se sentó encima de una de las tumbas que adornaban la casa.
—Creo que tú y yo nos conocemos —afirmó con seguridad la calvera y, a continuación, dijo— He tenido que mover muchos hilos para que estuvieras aquí esta noche. ¿te he dicho que adoro vuestra burocracia? Es tan fácil de manipular…
—¿Quién eres? —preguntó Moll horrorizada, mientras mil teorías se disparaban en su cabeza. ¿podía ser que fuera un humano? No, los humanos tienen demasiada carne lo habría notado…
—No soy un humano— respondió con sencillez la calavera, mientras sus dos cuencas parecían mirarla con intensidad—. ¿No te acuerdas? —preguntó Later tras unos segundos, ligeramente sorprendido— Tú te ocupaste de que no lo fuera. Y la verdad, te lo agradezco.
Fue entonces cuando Moll recordó el episodio que había supuesto un castigo por el accidente mortal con ese humano, que fue la causa de su castigo y que ahora estaba justo ante sus cuencas. Los jueces habían pensado que el peor castigo para Moll, como calavera, era no poder subir al mundo de los humanos y, en ese momento, a ella le había parecido que más que castigarla le estaban dando las mejores vacaciones, pero ahora…
—Pero tú no puedes ser una calavera… —susurró Moll mientras retrocedía—. Yo lo comprobé en los registros…
Fue entonces cuando se dió cuenta de por qué los huesos de Lates eran tan artificialmente brillantes y perfectos: eran huesos de plástico.
—Eres un fantasma —dedujo, mientras el pánico la invadía.
—Exacto. Pensé que así no te asustarías. Me enseñaste muchas cosas esa noche —afirmó Lates con una sonrisa. Sin embargo, de repente, giró la cabeza bruscamente. Todos los huesos de Moll temblaron cuando ésta dió cuenta de que no estaban solos.


—No puedo creer que nos hayamos dormido. Que se duerma Mar, vale. ¿Pero el resto? —se quejó una de las universitarias.
—El examen de esta mañana de crítica no ha quitado todas las pocas energías que nos quedaban —respondió otra con un susurro.
—¿Pero estáis seguras de que es buena idea esto de ir a pedir truco trato? Ya no somos niñas, aunque algunas por mentalidad lo parezcan …
Moll no esperó a saber la respuesta, corrió tan rápido como sus huesos le permitían mientras que una gruesa oscuridad lo invadía todo. Lejos, Moll escuchó a Lates gritar que le esperara, pero Moll siguió corriendo, hasta que finalmente la envolvió la nada.


Al despertarse, todos los huesos de Moll temblaron al mismo tiempo, como si supieran que se acercaba la hora de volver al mundo de esos horribles humanos. Moll odiaba con cada una de sus vértebras la noche de Halloween y, por si fuera poco, llevaba cien años soñando con el mismo maldito sueño.