miércoles, 9 de noviembre de 2016

De naranjas y locas del coño.

Sé que, probablemente, esta entrada no os suponga una sorpresa. Sé que, probablemente, hay cientos de analistas políticos de toda suerte de nacionalidades, tendencias políticas, sexos o edades que estén especulando sobre las consecuencias que van a tener las elecciones americanas en el panorama tanto nacional como internacional sabrán mucho más que yo al respecto: los hay llevándose las manos a la cabeza y los hay calculando a pasos de hormiga lo que puede suceder de aquí a seis meses, un año, dos, tres. Puede que incluso a la larga, cuando Trump sea otro nombre en el ya negro libro de los presidentes americanos —un libro curioso, en el que figuran desde actores a la Santa Trinidad de jefes de Gobierno que han sido asesinados de las formas más dispares en los últimos doscientos años—, quede olvidado como una etapa más de la Historia de ese país que hoy es la primera potencia económica de este pequeño planeta en el que vivimos. Pero, sin duda alguna, la campaña del odio y absolutamente chovinista de ese señor de pelo relativo y piel anaranjada va a tener unas consecuencias más que inmediatas en la cultura, la apariencia internacional de los Estados Unidos y, sobre todo, en las continuadas agresiones hacia las minorías del país que ha ido propugnando el candidato republicano desde que comenzó su campaña para las Primarias el pasado año.

Y es que Trump no es solo populismo conservador. La campaña de Hillary —con todos los errores que ha cometido, también sea dicho— llevaba por bandera la idea de que cualquier niña americana podría, antes o después en sus vidas, llegar a ser presidenta. El mensaje de Trump es absolutamente demoledor en este sentido: es un grito de esperanza para todos esos frat boys, protestantes y de clase media-alta, que convencen a una chica para que beba un poco más, solo porque lleva la falda demasiado corta. Esos frat boys henchidos que, con la victoria de Trump, han aprendido que un día pueden llegar a ser Presidentes de la primera potencia mundial aunque abusen sexualmente de chicas en su juventud, aunque reivindiquen políticas homófobas, misóginas, racistas y xenófobas ante una clamorosa multitud deseosa de cambio, aunque hasta los sectores más conservadores de su Partido se lleven las manos a la cabeza con sus declaraciones. Y, sobre todo, que un millonario sin ningún tipo de experiencia política puede hacer suyo un país entero. Ha quedado demostrado que si una mujer como Hillary Clinton, blanca y de más de treinta años de experiencia política, no ha conseguido llegar a la Presidencia del Gobierno, puede ser que ninguna llegue hacerlo jamás.

Esas mujeres americanas, pero que bien podríamos ser las españolas, las francesas, las turcas, las indias, las mexicanas o las japonesas. En cierto modo, todas salimos perdiendo de esta situación: igual que todos y cada uno de los miembros del colectivo LGTBQ+, extranjeros o personas de distintas razas de la blanca que vivan en Estados Unidos o tengan intención de hacerlo. Si Chomsky ya apuntaba en Requiem for an American Dream que este «sueño americano» que ha nutrido el imaginario americano a lo largo de los años no es sino una ilusión con la que han vivido los yanquis altivos de clase media durante los últimos cincuenta años, para todos estos colectivos este sueño se torna más bien en una pesadilla. La pesadilla de ser rechazados en entrevistas de trabajo, de no poder acceder a programas de becas, de ser víctimas de la exclusión social, de sufrir vejaciones en sitios tan arbitrarios como el metro, el autobús o el parque de su barrio. Esa es la América de Trump: una América hecha para ser el paraíso de cualquier WASP —White Anglo-Saxon Protestant, lo cual llega a picar más que una simple avispa— y en la que ejercer el miedo y la sumisión sobre el resto de la población.

Como mujer, tengo que decir que esta situación es, como poco, escandalizadora. No porque Estados Unidos no fuera un país inminentemente machista antes de que apareciera Trump —hay una media de 288.880 víctimas de abusos sexuales de doce años o más al año*—, ni siquiera por el hecho de haber dejado escapar la posibilidad de que una mujer dirigiera la primera potencia mundial: tiene más que ver con ese argumento que emplean aún algunos respecto al feminismo y las tesis reivindicadas por diversas mujeres, de esas a las que hay que admirar casi como madres, a lo largo de los años. Es esa pregunta tibia, casi condescendiente: ¿Y para qué eso del feminismo? A ti nadie te va a matar, tienes una casa y puedes estudiar, no te quejes.

No te quejes, que bastante estoy haciendo tolerando tu presencia en esta aula. No te quejes, que ya no te tratamos como un objeto sexual, al menos en apariencia. No te quejes, que tienes trabajo, aunque cobres menos que tus compañeros hombres en la gran parte de los casos. No te quejes, que si te acuestas con muchos eres una zorra y si no te acuestas con ninguno eres una estrecha. No te quejes, que por mucho que pidas, no vas a llegar a tomar decisiones de peso, ilusa, que eres una ilusa. Eso es lo que se empeñan en decir algunas voces —más de las que me gustaría reconocer—: se escudan en ese «no te quejes» para esconder un machismo latente y que sale a flor en cuanto las cosas se tensan mínimamente. Un machismo que se evidencia en insultos, en burlas, en gritos, o en vejaciones físicas en los casos más extremos. Lo mismo que ha reivindicado Donald Trump en diversas ocasiones: la más reciente que se conoce, al afirmar que él, llegado el caso, no tiene reparos en agarrar a una mujer de sus partes más íntimas y hacer lo que le plazca con ella.

Así, sin darnos cuenta, Trump está dando voz a todos estos machos enfurecidos que por fin —¡como si no hubieran tenido ocasiones a lo largo de la Historia!— han encontrado su voz de nuevo. Atrás quedan los reproches a las ideas «demasiado cercanas al comunismo» —citando a una reportera de Fox News; por supuesto, el canal que le ha hecho toda la campaña a Trump de forma gratuita— de Bernie Sanders, quien ahora «podría haber sido buen candidato» solo por el hecho de ser hombre. Atrás quedan las acusaciones de corrupta a Hillary, esos mails de lo que no se ha parado de hablar desde que se empezó a intuir que podría presentarse como candidata con el Partido Demócrata. Ahora estamos solos frente al peligro de cuatro años siendo los títeres de alguien como Donald Trump. 

Las consecuencias de todo esto las sabremos con el tiempo: solo cabe apuntar que, además de lo desolador del discurso del odio de su candidato, el Partido Republicano no se caracteriza por hacer buen uso del poder legislativo cuando lo obtiene. La última vez que obtuvieron los tres grandes órganos de Gobierno en unas elecciones —esto es, la Casa Blanca, la House of Representatives y el Senado— fue en 1928: lo que le siguió, como se dice, ya es Historia. Como decía Kennedy, "things do not happen, things are made to happen". Y en este caso, los estadounidenses han hecho que se desencadene un fenómeno político y social que quizás tan solo sea una mancha diminuta en la Historia de su país, pero que sin duda constituirá un antes y un después en la vida de toda mujer, persona de color, del colectivo LGTBQ+, o mínimamente progresista que haya pasado los últimos meses luchando por lo que en última instancia, hace tan solo unas horas, no han podido evitar.

Land of the free, home of the brave. ¿Pero por cuánto tiempo?


Gerda.

*Department of Justice, Office of Justice Programs, Bureau of Justice Statistics, National Crime Victimization Survey, 2010-2014 (2015).

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